Mi cuarto siempre ha sido un cementerio de mariposas.
Alguna, de vez en cuando, se posa en mi mano.
La observo, sabiendo que se acerca su muerte,
porque al fin y al cabo
siempre vienen a mi para morir.




En el cuarto de Ana

Ana tenía los ojos azules y los labios resecos. A su cuarto siempre iban a morir las mariposas, a veces las tomaba entre sus manos y las contemplaba, sabiendo que agonizaban, sonreía, y creía verlas sonreír mientras sus alas se iban pasmando a causa de la vida que se les iba escapando.

Ana era tan tierna como los claveles sin agua, de esos que sabes que en algún momento vas a dejar de ver, pero no puedes retirarles la mirada. A Ana provocaba amarla en silencio.

En su cuarto había una imitación de Monet, Ana creía ver el mundo a través de esa pintura. Cerraba los ojos y sentía el olor dulce que despedía el cuadro, y que sólo ella podía percibir.

Ana veía las flores de vidrio en el escritorio de su psiquiatra, pensaba que eran la muestra más evidente de que la doctora era quien debía permanecer encerrada, ¿Cómo preferir flores de vidrio a mariposas muertas?

Ana prefería seguir enclaustrada en su cementerio de mariposas que ser libre en un escritorio con flores de vidrio.

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