Dicen por ahí que cuando sueñas que alguien se muere, significa que esa persona vivirá mucho tiempo

El otro día soñé que mi padre fallecía en un accidente, salía a trabajar y jamás regresaba, fue horrible, verdaderamente horrible, todo empezó como un día normal, fue a mi cuarto, se lanzó sobre mi, me quito las sabanas, abrió mi ventana, el cotidiano fastidio mañanero pues, después me traía el desayuno, me daba un beso en la frente y se despedía diciéndome: niña por Dios arregla tu cuarto. Luego de eso, jamás regresaba, me desperté sollozando, y confundida todavía entre la fantasía y la realidad, eso que los juristas llaman ebriedad onírica, me levante de mi cama y corrí a su cuarto, el olor a crema de afeitar y el vapor saliendo de su baño me devolvió literalmente el alma al cuerpo, lo abrace y con una voz ronca le conté mi sueño, le bese el rostro y mientras me llenaba de crema de afeitar, recordé cuanto lo amo y lo necesito, no es que se me haya olvidado, es que a veces dejamos esos “pequeños detalles” a un lado, nos ahogamos en la rutina, nos perdemos en el día a día, en el trabajo, en los estudios, siempre encontramos una razón para perdernos, lo importante es llegar de nuevo, así, me encontré de nuevo en los brazos de mi padre, con él siempre tendré 7 años.

Ese sueño me hizo recordar ese tipo de pesadillas, las más terribles, las que empiezan como un día normal y tienen finales nefastos, situaciones cotidianas, tan reales que al despertar debes tomarte unos segundos para poner de nuevo todo en orden. Pesadillas que te hacen desear que sea una pesadilla, las que tocan tus miedos más profundos, esos que solo tú conoces. Pesadillas en las que te descubres orando a pesar de que reniegues de la fe. Se me ocurrió, que quizás, cuando despertamos es una segunda oportunidad. Vale, quizás hoy esté muy romántica.